Por: Atilael1

Era 9 de julio, la presidenta encabezaba el acto oficial y el sol radiante iluminaba el firmamento. En Tucumán no entraba un ápice más de peronismo.

Era una visita de horas y llegamos pasado el mediodía, cuando el hambre pegaba gritos y se enardecía más por el olor a verdeo salteado que perfumaba un centro despoblado.

«Arribamos Bernardo, dónde comemos», pregunté por SMS al único referente local que tenía a mano (don @Berlich), y la respuesta fue concisa «El patio que queda en 24 de septiembre entre Laprida y Rivadavia. No es vistoso pero hace empanadas en horno de barro, lo mejor de Tucson». Y encaramos.

«El Portal» es un galpón, si, poco agraciado, incómodo, con mesas y sillas de madera rústica, descuidadas y flojas, un ruidoso, oscuro, pero desbordante de gente, será la fecha o la oferta gastronómica, pero la espera se hizo eterna, hasta que encaramos nuestras posiciones.

Mientras tanto pudimos observar la mínima decoración del lugar, un recipiente gigante con corchos de las botellas que iban circulando, y una pequeña estantería con un par de fotos del dueño acompañado por «Celebritys» locales: Leasé Gladys, la bomba tucumana, Lía Crucet, o la tan en boga Jorgelina Lagos.

Sin mucho rodeo y protocolo, fuimos al punto: «Danos empanadas» rugimos, bueno, tenían una demora que al final no fue y pudimos arrancar con una avalancha de tortillas de carne rellenas, a sólo 4 pesitos la unidad, masa casera, carne cortada a cuchillo (aunque se sentía precocida o tiernizada, no menguaban buen aroma y sabor) y con una gloriosa cocción en horno de barro y leña de quebracho. Fue un comienzo glorioso.

Sin que siquiera liquidáramos la tanda de empanadas (que fueron dos, y una tercera para llevar), nos trajeron el primerísimo primer, una humita para uno, cremosa, bien cocida, con ese regusto dulce presente pero no invasivo y sus correspondientes daditos de queso, en un bowl de barro cocido, respetando la tradición tal vez.

Pero aunque el plato era destacado, lejos estaba de lo que iba a ser la estrella de la mesa: Una porción de locro de maíz adentro de un pan de campo, a modo de plato. Sin ser una obscenidad en cantidad, si lo era de sabor, el pan bien cocido y con mucha cáscara tenía apenas una capa de miga suave que podías picotear mientras sacabas un poquito de carne de cerdo o un cuadradito de chorizo colorado. Un manjar.

Y, aunque el cuerpo pedía tregua, para que esto sea una verdadera oferta, cedimos un espacio inexistente en nuestro estómago al postre, que había sido fichado al lado del mostrador de entrada, no fuimos al cayote con queso típico, sino que nos tentamos con unas bombas de crema, que lejos estaban de ser algo a la altura de los demás platos, pero no eran peores que las de cualquier panadería de calidad, y una porción de budín de pan, que suponemos se hará con lo que sacan del pande campo para reemplazarlo por ese delicioso manjar a base de calabaza.

Precios súper accesibles (si bien evitamos el vino para poder continuar caminando, más no sea) el monto total (que incluía un pequeño regimiento de empanadas) no superó los 75 pesos por comensal, con una localísima Mirinda manzana.

Atilael1, es un ninja amigo de la casa que hacer bailar hasta los muertos tras la consola de la Rispé Fest.